Trascender es seguir viviendo

El pasado sábado 29 de noviembre, el Beto hubiera cumplido 68 años. Y la verdad es que todavía se lo siente vivo. Es de esas caras que, al verlas, uno no deja de sonreír o de añorarlo o de agradecerle por todo lo que ha dejado. Etiquetá en Twitter con el hashtag #eternoBeto y homenajealo a tu manera.

Todas las noches volvía a su casa en el mismo tren, con los
mismos acompañantes. Se subía en el mismo vagón amarillo y rojo del Sarmiento, en
la estación de Miserere, y se apuraba para poder girar los viejos y pesados
asientos verdes, esos que tenían una bisagra y le permitían a los pasajeros
armar un asiento enfrentado para cuatro. Así, pensaba, la vuelta sería más
confortable hacia el lejano Oeste. Siete estaciones lo separaban de su Ramos
Mejía del alma. Un trayecto que solía repetir de memoria, en silencio,
contemplando a los nuevos pasajeros que se sumaban al viaje nocturno.  

A dos cuadras de la estación, como todas las noches, lo
esperaba su mujer, desvelada y con la cena tapada con un repasador estampado
con cuadros rojos y blancos. En las dos habitaciones, distribuidos por género, sus
tres hijos ya dormían: Juan Alberto, el revoltoso, Carlos, el secuaz, y Marisa,
la princesa. Ese pensamiento, mezclado con el deseo verneano de que la formación volara sobre el riel para llegar lo
antes posible a destino, lo distraía de la jarana que se formaba entorno a la radio
Spica. “¿En qué te quedaste pensando, Juan Ramón?”, le decían sus compañeros de
escucha al verlo mirando hacia la nada por la ventana. “En nada, muchachos”,
respondía, mientras se reincorporaba en la ronda de debate.

La tradición obligaba, con frío o calor, al “amuchamiento” para
no perderse un sólo segundo del programa de la noche. El vencido speaker del
aparato a transistores saturaba de una forma en la que, por momentos, era
imposible distinguir, a ciencia cierta, quién estaba hablando. Pero, teniendo
en cuenta la hora, uno podía deducir quién estaba del otro lado.

Y no era otro que Eugenio Félix Miletti, un cordobés nacido en 1900 que, ya caída la noche,   reflexionaba sobre los temas más
diversos, con su voz ronca y pausada, en los micrófonos de Radio El Mundo. El
gran Eugenio poseía una vasta colección de frases célebres -muchas verdaderas y
otras apócrifas, imposibles de comprobar- que disparaba luego de leer un
anuncio publicitario. Eran épocas análogas, donde la familia se reunía para
escuchar la radio. Esa misma que tenía un poder que marcaba el ritmo de lo que
pasaba todos los días.

Una noche cualquiera, al grupo de caballeros se le sumó un
joven a quien Don Juan presentó: “Este es mi hijo, recuérdenlo, porque va a
llegar lejos”. Ese muchacho de sonrisa amplia y llena de dientes perfectamente
rectangulares como teclas de un piano, de gesto amable y respetuoso, se encargó
de saludar a todos los presentes. Además de contarles que le fascinaba un grupo
de rebeldes ingleses que hacían rock and roll, comentó su interés por la radio,
por su magia y por todo lo que generaba en las personas.

“Juan Alberto, señor”, respondió, cuando le preguntaron su
nombre, desde su pullover de bremer oscuro y su camisa blanca. Luego de que
bajaran en la estación y caminaran rumbo al final del andén y de ahí, a la
eternidad de la oscuridad. Era una noche fría de junio del ’66, poco antes de
que se editara el séptimo disco de estudio de los Beatles, “Revolver”.

Lo sueños de la adolescencia tienen la fuerza de un tifón. Uno
se cree capaz de arremeter contra cualquier molino de viento y las ideas fluyen
a raudales, buscando un lugar en donde crecer y convertirse en realidad. El
tiempo, entonces, se convierte en un bien escaso y nunca suficiente para hacer
todo lo que se desea. A ese muchacho, aquella noche, una voz bajita, le susurró
al oído “carpe diem”. Sin entender del todo el mensaje, siguió concentrado en
lo suyo.

Así fue que dobló en Güemes y caminó las dos cuadras que
separaban la estación ramense de la puerta de su casa. Planeando un futuro
ideal, pero consciente de que le llevaría un gran esfuerzo conducir ese programa
de televisión donde todos los artistas tuvieran un espacio para mostrar su
arte.

Casi cincuenta años pasaron de esa noche. Lo sé porque esta
historia se la contó mi abuelo  -y uno de
esos muchachos que acompañaban a Juan Ramón- a mi papá mil veces; y él, a mí,
unas dos millones más. A menudo, me he bajado del tren y he querido simular ese
trayecto para escuchar ese mismo murmullo. Hasta el momento, no he tenido
suerte, pero no pierdo las esperanzas: eso es lo último que se pierde.

El pasado sábado 29 de noviembre el Beto hubiera cumplido 68 años. Y la verdad es que todavía
se lo siente vivo. Es de esas caras que, al verlas, uno no deja de sonreír o de
añorarlo o de agradecerle por todo lo que ha dejado. Nunca se sabe cuándo nace
el mito. Es la historia la que juzga el alcance de las obras que pueden
transformarlo en uno. Este loquito amante de los Beatles que puso el alma y el
corazón y se la jugó por un espacio que el rock no tenía, vive siempre en el
imaginario colectivo post dictadura.

El eterno Beto dejó su legado y, mientras estuvo vivo, vivió
e hizo vivir. Y se transformó en un mito hermoso, en un ejemplo de lucha para
cumplir los sueños propios y ajenos.

Al final, su viejo tenía razón: “Este es mi hijo,
recuérdenlo, porque va a llegar lejos”.